30 Aniversario de Primer Navegación en Kayak en la Antártida
Integrantes: Ricardo Kruszewski - Juan Carlos López - Omar Molea - Carolina Diby
11.01.2021
Era el
verano de 1991, un viernes 11 de enero. Me sentía expectante, todo era novedoso
para mí. Era temprano cuando llegamos en taxi con nuestros bolsos de mano al
Aeropuerto del Palomar, que es la base de la brigada aérea.
Estábamos viajando de Buenos Aires a la Base Antártica Marambio y de ahí en helicóptero al Rompehielos Alte Irizar, finalmente en el Barco “Aviso Irigoyen” para llegar a Puerto Neko en la Antártida, el destino final. Nuestro proyecto consistía en investigar científicamente la Orcas en la Antártica, utilizando los kayaks como medio de transporte. El equipo había quedado conformado por cuatro personas: Ricardo Kruszewski, Jefe de Expedición; Juan Carlos López, Jefe científico, experto en el estudio de las Orcas; Omar Molea y yo Carolina, como asistentes de investigación.
Al subir
al Hércules y sentarme, me sentí como “Jonas en el Interior de la Ballena”, una
linda historia de la Biblia.
Asombrada
observé que era un espacio amplio, como una gran bodega sin divisiones de
ningún tipo, desprovisto de todos los revestimientos que tienen los aviones
comerciales. Colgaban redes de todos los costados, eran cintas de color
entrelazadas, que se utilizan normalmente para sostener la carga. A simple vista se exhibía todo lo que se
suele ocultar en un avión: cañerías, tubos, cables. Recorriendo la mirada entre
la multitud de científicos que viajaban apretujados con nosotros, me sorprendió
ver que ni la cabina del piloto estaba aislada. En esa interminable tira de
asientos de cuerdas verdes a los dos
lados del interior el avión, Juan Carlos, el científico de Orcas, se había
sentado a mi derecha y, Ricardo, director de la expedición, a mi izquierda
frente Omar, uno de los asistentes.
Al
arrancar, el notable ruido de los motores y hélices del Hércules se hicieron
sentir con fuerza. Pensé que solo sería en el despegue, pero no fue así, el
ruido constante siguió durante todo el vuelo hasta hacer escala en Rio
Gallegos.
-¿Querés
un sandwich?- me sorprendió Omar extendiendo su mano.
Había
sido precavido pensando en las largas horas de vuelo que teníamos por delante y
decidió llevarse unas vianditas, sin saber cómo sería el programa.
La
escena en la bodega del avión era cálida, de abrazos, apretones de mano,
sonrisas. Había aroma a camaradería, muchos científicos habían dejado a su familia para pasar varios
meses monitoreando poblaciones de algas, aves, mamíferos marinos, así como los
glaciares y el movimiento del océano entre otros estudios y proyectos de investigación en Paleontología, Geología y
Biología (focas, pingüinos, hongos, musgos y líquenes).
Científicos
de distintas bases, se volvían a reencontrar después de la campaña de verano anterior, para
volver a trabajar en ese laboratorio natural y más austral. La Antártida era,
es y será la reserva de agua más grande
del mundo, sensible a toda y cada una de las actividades que pidiéramos hacer
en ella, repercutiendo e impactando en el resto del planeta. Solo unos pocos científicos pasarían el invierno
en el continente blanco, en alguna de las seis bases permanentes.
Nuestro
viaje fue placentero aunque ruidoso. Iba sentada en el medio de científicos
antárticos que parloteaban animadamente, levantando la voz en algunas
oportunidades para dejarse oír. Mientras miraba a mi alrededor pensé, que si no
hubiera andado en kayak no hubiera podido estar viajando a la Antártida en esa
ocasión, era un requisito indispensable y excluyente para formar parte de la
expedición. Recordé el día en el que me
había subido por primera vez a un kayak corto, tipo slalom, había sido en las
costas del Rio Limay de mi linda ciudad de Neuquén.
A poco
tiempo de hacer escala en Rio Gallegos, uno de los científicos casi a los gritos dijo:
-Seguramente
estamos atravesando el Drake
El Mar
de Drake que es el tramo de mar que separa al continente de la península
antártica. Un infierno para los barcos por lo bravío de las olas. Innumerables
historias, leyendas y mitos se fueron tejieron a su alrededor desde épocas antiguas,
cuando recién se navegaban estas aguas.
Se había
ganado el nombre de Drake, por lo indómito y salvaje. Era el nombre de un
famoso corsario, explorador Sir Francis Drake, considerado un pirata por los
españoles mientras que en Inglaterra se lo honraba nombrándolo caballero.
Navegó estas aguas allá por los años 1578.
Cuando
el científico nos avisó que estábamos cruzando el Mar de Drake, pensé en el
Rompehielos Almirante Irisar, que debió cruzar por estas tormentosas aguas
abriéndose paso entre las grandes olas, transportando nuestros cuatro kayaks y
parte de la valiosa carga para las dotaciones antárticas. Seguramente
habría tenido que esperar que el temible
paso apacigüe sus aguas para poder navegar
con mayor seguridad.
Por más
de dos horas, no recuerdo muy bien, volamos con el estruendoso ruido de los
motores del Hércules atravesando los cielos. Estaba oscuro, de lo contrario
hubiéramos podido ver desde la única ventanilla, la del piloto, el mar azul
salpicado de témpanos y la Península Antártica que comenzaba a dibujarse con su
inconfundible figura de los mapas.
Al
llegar a la Antártida, algo que no era muy sencillo, se le sumó las malas condiciones meteorológicas
cambiantes. Los científicos más
experimentados que ya tenían varias campañas antárticas, comenzaron a anunciar
a viva voz, que retumbaba en esa enorme bodega que era el interior del
Hércules.
- Prepárense
para descender, pónganse las polainas. Nos avisan que hay mucho barro en la pista.
Tuve la
sensación que estábamos haciendo un alunizaje en otro planeta, era de película
y éramos los protagonistas. ¿Con que nos encontraríamos? Se podía ver los revuelos de la tripulación
sacando sus abrigos de sus bolsos: gorros con orejeras, guantes y botas para
poder transitar en el barro mezclado con nieve de la pista.
Estábamos
en la Base Aérea de Vice Comodoro Marambio, la de mayor importancia por tener
una pista aérea apta para aviones de gran porte como era el Hércules. Había
aterrizado el avión por primera vez el
10 de abril del año 1970 abriendo con ello un sinfín de posibilidades para Antártida, rompiendo el mito de la
incomunicación invernal. El avión operaba durante todo el año entregando
suministros: víveres que se consumen en campaña invernal, medicamentos y para
atender emergencias.
Cuando
ya estábamos enfundados con la ropa antártica, comenzamos a oír el rechinar de
las ruedas del Hércules posándose en la pista y frenando con fuerza. Agarramos
nuestros bolsos y mochilas. Al salir del avión, después de ocho horas de viaje
desde que salimos de Buenos Aires y haber hecho escala en Gallegos, pude
percibir en mi rostro el rigor del clima antártico. Mi curiosidad era enorme,
estábamos bajando a la Base Antártica, si no se han visto imágenes
anteriormente, es difícil imaginársela. Como una base espacial de película, se
veían las construcciones en su gran
mayoría de color naranja, que se confundían con las ropas antárticas de los ahora
antárticos que circulaban.
Caminamos
hacia el edificio principal de la base, no recuerdo bien el tiempo que
estuvimos en ella, pero sí el sabroso café que humeaba en mi tasa envuelta con
los dedos de mis manos. Advertí el reconfortante y delicioso bálsamo de la bebida
que poco a poco iba calentando mi cuerpo, recuperando mi temperatura corporal.
El gélido aire al bajar del avión Hércules, se podía percibir rápidamente por
las bajas temperaturas bajo cero.
Mientras
observaba a innumerables personas, científicos entremezclados con militares, me
detuve en el escudo de mi provincia neuquina. Era como si el universo
hubiera confabulado con sincronicidades
para que me sintiera como en casa al llegar a la Base Marambio, principal centro de apoyo logístico
del sector este de la Península Antártica.
Ahí, estaba
colgado con la imagen del imponente
Volcán Lanin y una enorme araucaria milenaria y resaltaba en la sala principal
de la base más importante del continente blanco. Allí adonde eran llevadas las dotaciones para después
distribuirse en la Península Antártica. Me conmovió ver el símbolo de Neuquén,
el sentido de pertenecía se activo en
mi en ese instante, como cuando nos
encontramos con lo que nos es familiar y cercano a nosotros. Seguí recorriendo
con mi
mirada la pared, como buscando algo más. Esto aunque parecía azaroso
había sido una coincidencia, encontrándome también con el nombre del Coronel
Abel Balda, de Neuquén en un cuadro. Me conmociono saber que había sido había sido comandante
antártico. El era una persona muy apreciada y reconocida por sus logros nos
solo en el mundo de la montaña, en el
Ejército Argentino y como fundador de la base antártica Matienzo y comandante
antártico. Había ascendido en varias oportunidades al Aconcagua desde muy
joven, entre otras innumerables cosas.
Nos unía una misma pasión por la montaña, por eso lo conocía. Era inconfundible
por su vozarrón y por su notable
espíritu inquieto, predispuesto e
innovador hasta el cansancio en todo lo que hacía.
Un
estremecimiento de orgullo me envolvió. Yo venía de ese mundo de la montaña,
aunque principalmente había escalado
con civiles, en los inicios de mi
trayectoria escalando había compartido las actividades con miembros del
Regimiento Cazadores base de Montaña 6, de mi provincia neuquina.
La
muchedumbre y su ruidoso parloteo, me
sacó de ese momento en el que estaba ensimismada, encantada con estas
coincidencias del universo. Eran los
científicos y militares preparándose
para la aventura de explorar en la Antártida, ese lugar exclusivo,
también llamado por unos pocos desierto blanco. Es y espero sea para siempre la
reserva de biodiversidad natural que consagra la paz y la ciencia. Y ahí estaba
yo, entre ese puñado de expertos, a
punto de embarcarnos en un helicóptero
que nos trasladaría por aire al Rompehielos Almirante Irízar.
Salimos
de la base Marambio, caminamos atravesando la pista aérea de despegue adonde
nos esperaba el Helicóptero, aeronave que es clave en el apoyo y seguridad en
la Antártida. El helicóptero que nos
llevaría, había sido trasladado en el principio de la campaña Antártica en la
bodega del avión Hércules y guardado en el hangar, lugar
adonde guardan a los aviones.
El motor
del helicóptero ya estaba en marcha cuando nos acercamos. Su hélice giraba
produciendo una brisa de aire helado,
congelando nuestros rostros. Trepamos de
un salto en la aeronave.
Ya
arriba, elegí mi asiento que estaba cerca de los pilotos colocando mi mochila
lo más próximo a mí. Mientras me ajustaba el cinturón, me apoyé pegándome al
respaldo del asiento. Para proteger los oídos nos dieron unos auriculares. El
ruido de las hélices hacía estremecer la cabina del helicóptero y de nosotros,
todos los pasajeros. Las puertas se cerraron,
estábamos listos para emprender nuestro viaje.
El
helicóptero comenzó a elevarse con un suave movimiento de sustentación propulsado por el aire. Embriagados por la
curiosidad, nos mirábamos unos a otros. Los ojos brillaban de sorpresa e
intriga, eran algunas de las sensaciones increíbles que vivíamos por esta nueva
experiencia. No quería perderme de nada,
disfrutando de cada segundo, palpando
cada momento con el alma, grabando todo en mi retina.
La
aeronave avanzaba en el aire, en línea recta, rumbo a donde estaba el
Rompehielos Irízar. El piloto, que
gentilmente nos había recibido, comenzó a mover la palanca de mando para
avanzar y maniobrar la máquina entre las nubes.
Al mirar hacia la cabina de pilotaje, me llamó la atención el impresionante panel de controles del helicópteros, con sus
múltiples relojes, entre radares de
navegación y meteorológico entre otros tantos. En apenas unos minutos estábamos
sobrevolando sobre los helados témpanos.
No puedo decir que tenía nervios, todo estaba todo bajo control. Teníamos un
excelente piloto de helicóptero y la sensación de volar en éste era indescriptible.
Vivencias únicas sobre todo en los
cambios de dirección al virar.
Muy
pronto, vimos el helipuerto del
Rompehielos con su círculo perfecto, marcando el lugar adonde debíamos
bajar. El mar se veía un poco picado. A medida que nos acercamos pudimos ver
con más detalles al magnífico Rompehielos. Después de comunicarse por radio, el
piloto comenzó aterrizar. El vuelo había
sido corto y rápido, la operación de aterrizaje y despegue verticalmente, habían sido más
simples que el de los aviones. Al
asomarnos de la cabina para bajar, un viento fresco se hizo sentir, sin ser
fuerte.
Seguí a
mis compañeros de expedición,
estaba emocionada. Al caminar
podía oír el eco apagado de mis pasos sobre la planchada del helipuerto. El
capitán de Fragata, Don Carlos Parmigiani, se había adelantado hacia nosotros. Pensé que sería parte del
protocolo para dar la bienvenida que, a pesar de su sonrisa de cortesía, se
dejaba ver que era muy serio y de pocos amigos. Fueron unos instantes fugaces,
de pronto el capitán ya se había vuelto hacia un oficial que se le acercó con
unos papeles en la mano y dejó de
ocuparse de nosotros.
El ruido en el helipuerto era estruendoso,
debíamos salir de ahí. Con paso decidido comenzamos a caminar entre la multitud de científicos,
militares y personal civil, entrando al rompehielos, bien llamado el guardián
de la Antártida. En esa época podía
llevar hasta 245 pasajeros, mas tarde
sufriría un incendio por lo que dejo de navegar por diez años hasta que
terminaron de realizarse las refacciones. Dentro de las modificaciones y
mejoras incluyeron el aumento de capacidad de pasajeros a transportar entre
otras cosas que marcaron una gran diferencia como es la modernización del
puente de mando. Había sido construido
el año 1977 en los Astilleros Wärtsilä
Helsinki para la Armada Argentina.
Nos
reunieron a los integrantes de
expedición, con todos los científicos,
en uno de los pisos hasta que terminaban de ubicarnos. Éramos muchos. Fue un alivio cuando nos asignaron un lugar
donde pudiera descansar bien. Ya en el camarote comprobé con alegría que estaba
rodeada de varias mujeres. Recuerdo que
eran científicas que iban a distintas bases de la Antártida.
-¡Qué
suerte que podemos compartir parte de esta experiencia Antártica, al menos en
el Irízar!- exclamó una de ellas.
Un
pingpong de preguntas y respuestas contestadas con amabilidad y complacencia, fue parte de nuestro
encuentro. Una de ellas iba a la Isla Decepción, era geóloga y trabajaba con
vulcanógrafos y biólogos. Estaba estudiando el principal volcán activo de
cuenca del Estrecho de Bransfield, cicatriz de la corteza terrestre de las
Shetland del Sur y la Península Antártica. Había atrapado toda nuestra atención
contándonos sobre sus estudios observando
las erupciones de uno de los tres
volcanes que tiene la Antártida. Contaba ante nuestro asombro que en los
últimos doscientos años se habían registrado más de veinte erupciones.
-¿Qué
cama prefieres?- me preguntó una de
ellas.
Viendo
el cansancio en mi rostro, decidió no seguir con las preguntas a pesar de lo
interesante del tema, seguramente tendríamos tiempo para continuar.
-Está
bien ésta. Voy a darme una ducha – dije y continué- Desde que salimos de Buenos
Aires hemos tenido un trajín con innumerables emociones, me va a venir bien.
Sin duda
el agua estaba deliciosa. Después de cambiarme, una de las científicas me animó
a recorrer el barco. Nos acompañó un marino, era nuestro guía que aunque no nos
mostró todo, pudimos ver bastante. Recorrimos
los largos corredores, salones, escaleras, puertas, cocina, comedor,
laboratorio, departamento de servicio médico y odontológico. Que
impresionantemente grande era el Rompehielos.
Aunque
parecía más un enorme hotel flotante,
esa opinión desapareció cuando llegamos a la imponente sala de máquinas, la
cabina de pilotos y entrepuente de la tripulación. Al puente de mando iríamos
más tarde con Ricardo, Juan Carlos y
Omar ante la invitación que nos haría la
plana mayor del Rompehielos Almirante Irízar.
Estábamos
nuevamente en la cubierta del barco con mi compañera de camarote, habíamos finalizado la recorrida. De pronto, no pude evitar
levantar la vista al cielo. Emparejados
a duo sobrevolaban, como flotando sobre el aire, lo que podría ser una pareja de gaviotas
antárticas. Con sus hermosos plumajes
blancos y un sonido característico. Uno de ellos se dejo caer en picada al
agua, para salir volando nuevamente como si hubiera atrapado algo con su pico
mientras estaba en el agua. Eran mis primeros contactos con esta fauna
silvestre, estaba en la puerta a la Antártida. Animales como plantas, bacterias viviendo en estos lugares helados del
continente blanco, seguramente debieron desarrollar adaptaciones para
sobrevivir.
Estaba
maravillada, absorta, contemplando ese paisaje con tantas imágenes nuevas para mí que pasaban
frente a mis ojos. Hallaba todo admirable en este nuevo mundo que, como una
cortina iría descubriendo al pasar los días.
No
recuerdo bien el tiempo que navegamos en el Rompehielos, sí recuerdo que
pude descansar muy bien .Para sorpresa
mía durante la estadía en el Irízar, me
encontré con un viejo compañero de montaña, de mis inicios en la actividad, el
sargento Ávila. Con él y un grupo de gente habíamos compartido, muchos años atrás,
una expedición durante cuatro días al volcán Domuyo, en la Provincia del
Neuquén. Él iba a la base permanente San Martin, una de las bases más australes
de todas, a donde pasaría el invierno. Su estadía sería durante un año.
Estábamos
almorzando en el comedor del Irízar, con mi grupo, el grupo Neko, como lo había
comenzado a llamar quienes integrábamos la Expedición Proyecto Orca
Antártica.
De
pronto se acercó caminando muy lentamente un hombre con profundas arrugas
alrededor de sus ojos y en sus mejillas. Con cabellos casi blancos y rostro de
un hombre en la plenitud de su edad, se paró ante nosotros. Pensé que era el
capitán del barco que nos llevaría a
nuestro destino final. En efecto, se dirigió a Ricardo, nuestro director de
expedición, para avisarnos que estábamos a punto de pasar al “Aviso Comandante
General Irigoyen”, buque soporte del Rompehielos de menor calado, lo que lo hacía más ágil en
sus maniobras entres los témpanos de hielo.
En el
futuro, veinte años después pasaría a ser un buque museo “Irigoyen” amarrado en
el muelle de San Pedro en la Provincia de Buenos Aires. En la actualidad recibe
visitas que lo recorren para conocer la
reseña de su larga vida al servicio, no solo en la Antártida, también de la soberanía Argentina. Por su
nobleza y estar cargado de connotaciones históricas en muchas campañas, se pudo
evitar su desguace después de 65 años en el mar.
Rebosante
de alegría, en un abrir y cerrar de ojos estábamos descendiendo por la pasarela
del Rompehielos al “Aviso Irigoyen”. Este barco era gris oscuro, más pequeño,
nuestra carga ya había sido trasladada a su borda, cubierta principal del barco
que es la parte más elevada del casco del barco. Ahí estaban nuestros kayaks en
las jaulas de madera y toda nuestra carga con los contenedores, habían hecho un
largo viaje en la amplia bodega del
Rompehielos durante meses. Estaban en perfectas condiciones.
-¡Así
que ya nos vamos!- dijo Juan Carlos, el científico de orcas levantando la
vista, buscando la línea del horizonte.
Justo,
junto a él estaba Omar, quien con curiosidad buscaba puntos de referencia en la
costa. El “Aviso Irigoyen” comenzó a vibrar suavemente. Solo percibíamos el
silencio del agua profunda que se
apartaba para dar paso al buque. Las maniobras para zarpar habían comenzado.
Hacia la popa, las costas parecían que se deslizaban con un movimiento suave.
Si un tempano se hubiera derrumbado produciendo un estruendoso ruido cerca
nuestro, ninguno de nosotros cuatro Ricardo, Juan Carlos, Omar ni yo, lo
hubiéramos escuchado.
Después
de unas horas durante la navegación, las olas iban en aumento, bamboleando el
“Aviso Irigoyen” de un lado para el otro con movimientos bruscos e
ininterrumpidos. Mis pensamientos me hicieron recordar sombrías historias de
tempestades y naufragios de barcos.
Estábamos
en la camareta de oficiales, un lugar
cómodo en el que nos habían ubicado. Rápidamente comenzamos a experimentar
sensaciones desagradables de
inestabilidad, mareos que iban en aumento,
dolores de estómago y de cabeza.
Ese mareo cinético se iba haciendo cada vez más evidente. Los
experimentados marineros de la tripulación sabían lo que nos estaba pasando.
Ese trastorno del equilibrio, muchos de ellos lo había vivenciado en algún
momento de su larga trayectoria en navegación.
Los
sentidos habían entrado en conflicto. Se producía por el desequilibrio del
liquido del oído interno que daba
la orientación espacial entre el movimiento percibido por la vista y el sentido
de movimiento del “Aviso Irigoyen”, producto del zamarreo de las inmensas olas.
Nuestro sistema de orientación había entrado en confusión, informaba al cerebro
la posición del cuerpo en el espacio, la vista, equilibrio y músculos.
Sudores
fríos y rostros pálidos, eran los nuestros. Arcadas hasta deseos de vomitar
entre algunos síntomas, que afortunadamente desaparecieron después de unas
horas de habernos colocado un botoncito en la oreja: Dramamine, un
antihistamínico. Finalmente el “mal del mar” había desaparecido.
Después
de esto había intentado descansar, tal vez lo ideal hubiera sido dormir, a
pesar del insoportable movimiento continuo
del “Aviso Irigoyen”. De repente entró alguien adonde estábamos a la
camareta de oficiales, que tan amablemente nos habían ofrecido para que
pudiéramos descansar.
-¡Llegamos!
- vocifero con fuerza y aire sabiondo el capitán del buque.
Todas
las miradas se volvieron hacia él, su mano sostenía una corta pipa de la que
salía un ligero espiral de humo. A pesar de lo maltrechos que habíamos estado
sufriendo durante el viaje en el buque, habíamos podido recuperarnos.
En este
instante, con los ojos hinchados todavía, ninguno de nosotros quería
perderse la entrada a la Bahía Andword, al noroeste de la Península Antártica.
Había intentado mirar a través del gran
ojo de buey del buque. Era uno de los
espectáculos más grandioso desde nuestra salida de Buenos Aires. Así que, en
instantes me encontré en la proa del
barco apoyada en la borda. Nos desplazábamos y hacia la proa, comenzaba a
abrirse la Bahía. Tenía la mirada fija en lo que me habían dicho era Puerto Neko.
Rápidamente pude identificar una gran saliente rocosa y a unos metros más atrás estaba el Refugio Naval Capitán Fliess en un área libre de hielo. Había sido construido por la Armada Argentina en 1949, como una estación de salvamento y observatorio de Pingüinos. Aunque fue destruido y reconstruido varias veces, para ser usadas como lugar de apoyo para investigaciones científicas. Era la única escasa infraestructura a donde nos alojaríamos, solos, los cuatro integrantes, sesenta días durante la campaña Antártica. Estaríamos aislados del mundo, rodeados tan solo por los témpanos y la fauna marina, por aire, hielo y mar y apenas alguna flora que tímidamente apareciera entre rocas.
Sin
embargo estaba extasiada con esa fantástica naturaleza. Haciendo un paneo
mientras giraba mi cabeza, me sorprendí al encontrarme con la que podría ser la gran Isla Amberes, que lleva el nombre de una
ciudad de Belgica.
Estaba
casi enfrente de la Base científica Almirante Brown, que está en la
siguiente Bahía llamada Paraíso. Mi mirada se fijó en la línea del
horizonte de esa isla con la costa glaciada como un acantilado de hielo de 30 a
50 metros. Tenía una de las montañas más altas e interesante del sector
Antártico: la montaña Teniente Ibáñez. Me hubiera gustado ascenderla, pero
estaba en una nueva aventura y esta vez había sido bendecida para el desafío de
navegar en kayak en estas aguas. Dejándome llevar por ese instante de
contemplación, sentía felicidad en todo
mi ser.
- ¡Una
experiencia memorable!- interrumpió bruscamente la voz inconfundible de
Ricardo, que hizo volverme.
-
¡Perfecto!- le contesté vivamente mirándonos a los ojos.
Apenas
había terminado de decir la frase pensé que su sueño ahora era mi sueño y se
estaba haciendo realidad. Estábamos a punto de desembarcar en nuestro destino.
Con su espalda erguida, y su mirada puesta en la Bahía, todo en él era la
expresión de asombro y orgullo, después de tantos años trabajando para estar
allí. Nos sentíamos comprometidos con ese trabajo científico que estábamos por
iniciar en ese frágil medio ambiente. Sin dudarlo Ricardo sacó la cámara fotográfica para registrar ese
momento icónico para nosotros.
Un
pingüino nadaba ágil y con soltura rumbo a la costa. Siguiéndolo con los
prismáticos en su recorrido pude ver que no estaba solo, se le unían a otros
pingüinos. Iban hacia lo que era una
pinguinera. Después supe que eran los pingüinos llamados “barbijo”. Entre las
aves el pingüino era la especie que
mejor adaptación había tenido en el medio acuático, transformando sus alas por
aletas, sus patas en timón. Me producía ternura verlos salir del agua,
bamboleándose de un lado al otro con su plumaje negro como si fuera un smoking. Esas vistosas
plumas eran un excelente aislante, así
como un traje seco, de los que debíamos
usar nosotros al navegar en kayak.
El
“Aviso Irigoyen” maniobraba muy lentamente adentrándose en la Bahía, nos
permitía así tener tiempo de admirar y
explorar ese nuevo paisaje que nos daba la bienvenida con un clima
espectacularmente amigable. Eran señales de buenos augurios.
El
helicóptero llamó nuestra atención con su estruendoso ruido producido por sus hélices al despegar. Había comenzado
a maniobrar para transportar nuestra carga envuelta en una gran red, en
dirección a la costa.
Por otro
lado, los predispuestos marineros del “Aviso Irigoyen” habían desarmado la
estructura de madera que envolvía los kayaks. Suavemente los estaban dejando
posar, tocando por primera vez las heladas y transparentes aguas. Para los dos
kayaks Neko era un bautismo, no habían navegado aun desde su fabricación y
puesta a prueba. Llevaban el nombre del Puerto a donde estábamos desembarcando,
se merecían el tradicional bautismo de los barcos que remonta a la época e los
griegos. Algo que haríamos con sidra el primer día que navegaríamos en
grupo. Era emocionante verlos junto a
los dos kayaks modelos “Yamana , nombres de los indios nativos de Ushuaía. Con
sus colores rojo y amarillo, aun con algunos envoltorios, deslizándose por las aguas realizando su
primera navegación en la Antártida.
Nosotros
nos habíamos subido al gomón desde donde llevábamos los botes tirando de una
cuerda. A nuestro alrededor emergían
innumerables témpanos y sobrevolaban
aves de distintas especies sobre nosotros. Podíamos escuchar y ver a las gaviotas antárticas que revoloteaban esa
tarde, que con el pasar de los días podríamos identificar mejor junto a
otras especies como: Albatros y Petreles con sus largas alas y patas de
tres dedos. El Petrel tiene la característica del pico en forma de gancho. Los
cormoranes por sus alas cortas y cuellos largos, se parecen a los patos. .Al acercarnos a la costa, para nuestra sorpresa, descubrimos una hermosa playa de arena
blanca, que hacían de este ambiente el
lugar ideal para desembarcar y
seguramente también para la vida de numerosas especies animales.
Al pisar
la angosta playa, a pesar del revuelo de lo que significaba el desembarco de la
carga y el ruido que hacía el helicóptero, me impactó ver numerosas huellas de
pingüinos en la arena, entre medio de unas algas, cerca de la orilla. Pronto me
encontraría con los dueños de esas patas que habían dejado su impronta, dando
señales de su presencia muy cerca de donde teníamos pensado instalarnos.
La playa
se veía espectacular en ese día con un sol radiante, la marea de aguas heladas de la Antártida bañaba sus granos de
arena.
-
Que
magia que hay en este lugar, por favor! Con esta hermosa playa de arena en la
austral Antártida. Me salió de adentro.
-
También
a mi me sorprende. Dijo un marinero que nos había transportado en el bote.
Y
continuó diciendo que la única playa de arena que conocía era la que está
ubicada en la Isla Decepción. Era raro encontrar lugar seco y menos playas de
arena.
Indudablemente
éramos unos privilegiados. Bajábamos del gomón con nuestras mochilas de mano y bolsos, para
caminar hacia el afloramiento rocoso a
donde estaba el Refugio Fliess, que estaba muy cerca. Líquenes, musgos y hongos
que estaban en el recorrido, se adaptaban al rigor del clima como pequeñas
islitas. Estaba encantada con toda mi alma, absorbiendo esa vivencia que el
universo me había regalado.
Con
nuestros espíritus audaces, veíamos como se alejaba el “Aviso Irigoyen”. Ya
había zarpado levantando sus pesadas anclas pero antes, con una dotación de
marinos de la Fuerzas Armadas, habían
puesto al pequeño Refugio Fliess y sus
escasas instalaciones en condiciones haciendo tareas de reparación y
conservación para nosotros. Se desplazaba entre los hielos adentrándose al profundo archipiélago, haciendo sonar su
bocina en señal de saludo. Era una despedida. Nuestras manos se agitaban
respondiendo, no nos volveríamos a
ver hasta dentro de dos meses, lo que duraba el repliegue, para volver al continente.
Científicos, militares y nosotros estaríamos esperándolos.
El
silencio de la naturaleza nos fue invadiendo. Cualquier persona hubiese tenido
un sentimiento de soledad. Tomamos conciencia de la trascendencia de ese
instante especial. Los majestuosos hielos que nos rodeaban y nuestras tareas de
investigación de los mamíferos marinos, principalmente de las Orcas, pasarían a
llenar nuestros días.
Inmediatamente
nos pusimos manos a la obra. Había miles de cosas que preparar, grandes y
pequeñas; y urgentes que eran prioridad para nuestra nueva vida cotidiana de
expedición en el Refugio Fliess. Organizar nuestras cosas en el lugar en el que
viviríamos por sesenta o mas días: las raciones diarias eran parte del éxito o
fracaso de nuestra expedición; el equipo
de navegación que consistía en los Kayaks con sus sistemas de acople y la vestimenta
adecuada para navegar en esas peculiares aguas. El instrumental científico era
responsabilidad de Juan Carlos, que como todo científico era muy meticuloso,
metódico y sumamente ordenado con todos sus elementos, dentro de los cuales se
destacaba el hidrófono, equipo especial con el que escucharíamos los sonidos de
las Orcas.
Después
de ese primer día, todos nos sentíamos agotados de cansancio, aunque nadie lo
había confesado. Pero nos perseguía el temor de perder un solo minuto de esos días extraordinarios que comenzábamos
a vivir en Puerto Neko. Estábamos experimentando una vivencia extraordinaria como tal vez existe el permanente temor
de verlo terminar sin previo aviso.
Después
de armar una carpa junto al Refugio que
habíamos llevado, lo primero que
hicimos fue instalar el equipo de radio
para transmitir y colocar la antena. A
partir de ese momento nuestras comunicaciones eran todos los días en un horario prefijado.
Así
comenzaron a transcurrir nuestros días en los que cada mañana lo primero que
hacíamos era la evaluación del
pronóstico. El clima que definía la rutina. En base a esto,
reprogramábamos las actividades afuera. Las temperaturas suelen ser
extremadamente frías, pero por fortuna nos vimos beneficiados por “Ventanas
climáticas” favorables durante prácticamente toda nuestra estadía, excepto un
día que nevó.
Una vez
que nos habíamos establecido, la multiplicidad de tareas que teníamos, hizo que
cada uno tuviera una esfera de responsabilidad. Este enfoque disciplinado fue
la mejor opción que adoptamos. Esto nos permitió ahorrar energías y recursos. Cada uno con su
rol para que nadie se entrometiera en el trabajo del otro. Por ejemplo la cocina y lavado de platos que
es la más tediosa de las tareas, la dividimos entre todos por igual. Sin
embargo Omar solía lucirse con cenas y almuerzos, menús con las provisiones que
estaban lejos de ser de supervivencia. Estábamos bien abastecidos con latas herméticamente selladas, deshidratados
y alimentos básicos que no requerían refrigeración. Teníamos una dieta variada
y equilibrada y suficientes alimentos que nos permitirían conservar la salud,
de importancia primordial en la supervivencia.
Aunque
estábamos en la Antártida considerado “reserva mundial de agua”, debíamos
descongelar los hielos para “hacer agua” destinada al consumo y cocción de nuestros alimentos entre otras
cosas. Agua que no teníamos a disposición. Cada día debíamos picar los témpanos de hielo para luego
descongelar en una gran olla ubicada sobre el anafe de gas. Hervir el agua para
consumir, una precaución sensata, aunque no lo pensamos podría haber alguna
enfermedad que se pueda transmitir a través de ella.
Una
rutina de la que no podríamos escapar, obtener agua de los témpanos de hielo.
Necesitábamos beber una cantidad determinada de agua potable para mantener un
nivel de salud óptimo hidratándonos continuamente.
Era
imprescindible cada día derretir hielo, algo que me agradaba hacer. Caminar
atravesando la playa de arena para
llegar a los enormes témpanos de hielo.
Estos estaban a pocos metros del
refugio Después de picar el hielo, debía trasladar esos trozos de hielo para terminar de
descongelarlos en un gran recipiente, dándole calor con una garrafa a gas.
Era
normal que comenzáramos con nuestras rutinas bien temprano por la mañana, luego
de compartir todos juntos nuestro sustancioso desayuno, mientras conversábamos
como seria la rutina del día.
Así
transcurrían nuestras primeras semanas en las que no pasaba ni un día sin que saliéramos a
navegar en los kayaks, mientras registrábamos imágenes, fotografías y
filmación. La intención era realizar los
avistamientos de Orcas. Para ello tirábamos los hidrófonos al agua para poder
escuchar sus característicos sonidos cuando se comunicaban las Orcas entre sí.
Para
mayor estabilidad de los kayaks, los uníamos con un sistema de acople que le
daba estabilidad, quedando formada como una especie de catamarán. Lo había implementado Ricardo al fabricar las
embarcaciones para hacer este trabajo en la Antártida. No solo nos servía durante
la navegación entre los témpanos, sino también cuando nos quedábamos quietos
intentando escuchar el ansiado sonido característico que emiten las Orcas, su
idioma, que utilizan para comunicarse con su grupo familiar.
Estos enormes mamíferos, tienen una organización de
matriarcados ya que acostumbran a moverse en grupos liderados por la hembra madre. Recordé que esa mañana, durante
el desayuno que Juan Carlos además del
chiste, había contado con entusiasmo sobre las manchas detrás de los ojos y las
formas de las aletas que permiten identificar a las distintas especies de
orcas.
Una de
esas tantas mañana en donde salíamos de exploración, flotábamos en los kayaks
sobre la superficie del océano, cuando un estruendoso ruido nos puso en alerta.
Con mis ojos bien abiertos, detrás de los cristales polarizados de mis lentes,
pude ver que se había desprendido un gran pedazo de hielo de la pared del
glaciar. Pronto, la ola llegaría adonde nos encontrábamos con los kayaks.
Rápidamente, como habíamos practicado infinitas veces, unimos los kayaks de a
dos con el sistema de acople, para aminorar el golpe de la ola y evitar darnos
vuelta.
Cada vez
que sucedería esto, como una inyección de adrenalina corría por mi cuerpo.
Imaginaba, como lo había hecho en muchas oportunidades, qué ocurriría si me daba vuelta en esas
heladas aguas. Seguramente no la pasaría nada bien. Descontado que entraría en
hipotermia, aunque hiciera el tan practicado “esquimo roll”, técnica para
volver a la posición normal de remo.
Estábamos
pisando la línea roja, todo podía
terminar en un instante. Era, y lo sabíamos desde un principio, que se
trataba de uno de nuestros mayores peligros al navegar en ese lugar de
la Bahía Andword. Sus impresionantes
muros de hielo de 30 metros de
alto, se deprendían continuamente. Era un riesgo alto que debíamos correr para
hacer nuestro trabajo de investigación de las Orcas. Nos sometimos
voluntariamente a este peligro, sentíamos que teníamos agallas y nos habíamos preparado para ello. Ricardo
había machacado continuamente sobre
el tema seguridad en Kayak hasta el cansancio, transmitiéndonos su experiencia,
sin olvidar nada de lo que había aprendido.
Esa
mañana recién me despertaba en mi carpa. Sabíamos que íbamos a explorar esos
nuevos lugares cercanos a Puerto Neko navegando por donde posiblemente habría
Orcas. Apenas había salido de mi cálida y confortable bolsa de dormir y me había vestido con tres
capas de ropa de tejido sintético, que incluía camisetas y calza térmica. No
utilizábamos tejidos naturales porque una vez que se mojan es muy difícil que
se sequen. Luego busque mi traje seco que era de una pieza, el cuello y los
puños eran de latex, poniendo una barrera a la entrada de agua al cuerpo. En
los pies tenía una especie de calcetines para colocar dentro de otro calzado.
El traje seco era algo imprescindiblemente y básico para estar calientes y
secos reduciendo el riesgo de hipotermia si me daba vuelta, en una posible
inmersión, minimizando los efectos de
las temperaturas del agua.
Esto, el chaleco salvavidas, solo era parte del equipo de agua apropiado para navegar en esas
condiciones. Debíamos pensar lo peor de
los peligros, algo que nos exigía el
lugar en donde estábamos haciendo
nuestras travesías en kayak, Fuimos cuidadosos en seleccionar lo que
necesitaríamos, la consigna era “menos
es mas“. Habíamos hecho el ejercicio para evaluar que llevar sabiendo la
intensidad de uso que le daríamos a cada
elemento.
El tener el sistema de acople uniendo nuestros kayaks de mar nos permitió recibir el golpe de la rompiente de la ola sin riesgos. Funcionaba, habíamos salido airosos, pero no debíamos relajarnos, estar alertas era parte de la seguridad.
Al día
siguiente, al despertarme mi primer pensamiento fue un sueño de la noche
anterior. Había soñado que salíamos a navegar en kayak en las cristalinas aguas
entre los imponentes témpanos de hielo. Seguramente producto del entusiasmo.
Mientras me desperezaba, se me ocurrió que a la salida del sol, en la Bahía
Andword, desde Puerto Neko, debía ser un espectáculo para no dejar pasar. Sin
dudarlo me vestí rápida y sigilosamente sin hacer ruido para no despertar a mis
compañeros con quienes compartíamos el
refugio. Después de unos instantes estaba sentada observando el resplandor del
sol que asomaba en el horizonte. Estaba a la orilla de la única playa de arena
que había en Puerto Neko, en la Antártida. Era como si el tiempo se hubiese
detenido en esas primeras semanas viviendo en la Antártida.
Teníamos un día libre de nuestras tareas, ese día lo dedique para recorrer y explorar los alrededores. Sin dudarlo me puse mis botas dobles Kofach que había llevado, con la que acostumbraba ascender en la alta montaña. Y mis pasos me llevaron directamente hacia la colonia de Pingüinos “Barbijo”. Estaba a escasos metros del Refugio Fliess. Los escuchaba hacía días y los veía mientras realizábamos nuestras rutinas. Sus inconfundibles sonidos extraños en un principio para nosotros, paulatinamente pasaron a ser parte de nuestra cotidianeidad. Al igual que su inconfundible aroma, que se evidenciaba cuando nos acercábamos a la Pinguinera. Era una comunidad grande de Pingüinos con muchas hembras que habían tenido crías, podía ver gran cantidad de pichones de pingüinos. Hogar de pingüinos barbijo en un lugar impresionante.
Pichones
de Pingüino, estaban en sus nidos esperando que sus padres los alimenten, provocando una actividad en la pinguinera
donde los albatros, scuas, petreles y gaviotas cocineras sobrevolaban el área,
muchas veces estaban listas para atacar a los pingüinos bebes menos
afortunados.
Ese
atardecer estaba sentada en la puerta del Refugio Fliess, escribía mi bitácora
de viaje. Hubiera querido escribir todos los detalles de cada día de esa nueva
vida en la expedición Antártica ¡pero resultaba muy largo decirlo todo! Mis
pensamientos siempre habían sido más rápidos que mi mano, que al volcarlos
sobre el papel no representaban lo reflejaban lo que quería decir ¿cómo encontrar las palabras justas que
representen claramente mi sentir? Algo que iría aprendiendo con el pasar del
tiempo.
Igualmente
continué escribiendo en los días siguientes, pero hubo un día en el que decidimos
ir a la Base Antártica más cercana, la llamada Brown, que estaba ubicada
en Bahía Paraíso, uno de los lugares más hermosos que tiene la Península
Antártica. Salimos bien temprano en la mañana, queríamos regresar pronto antes
que se finalizara el atardecer. Omar decidió quedarse, estaría comunicándose
con nosotros por radiotransmisión desde el
Refugio Fliess. Después de levantar el gomón, conocido como zodiac, agarrándolo
de unas manijas que sobresalen, lo trasladamos a la única playa de arena que
por fortuna teníamos. Era pesado. Luego de colocar el motor, Ricardo, el
director, lo puso en marcha en modo
lento. Lo último que queríamos era no impactar con el ruido a la fauna que estuviera en nuestro recorrido,
asustándolas.
El día
era claro y sereno, ideal para navegar
por la Bahía Andword que estaba repleta
de hielos. En el recorrido nos
encontramos con enormes témpanos vagando
por las aguas, haciendo de esta experiencia algo novedoso, aunque
peligrosa y más aun para nosotros que
navegábamos al nivel del mar. Lentamente nos alejábamos de la costa, dejando a nuestra proa a Omar, nuestro compañero de
expedición que nos saludaba desde la costa agitando su mano. A pesar del rugiente motor se escuchó:
-No
vuelvan tarde- era Omar que nos gritaba desde la costa.
No supe
quién era más valiente, si él que se quedaba solo en la tierra firme o nosotros
que nos adentrábamos en la Bahía entre los grandes bloques de témpanos.
Habíamos
había llevado el hidrófono para escuchar
los sonidos de los mamíferos sumergidos en las profundidades del agua. No queríamos perder oportunidad de observar,
realizar registros y grabaciones subacuáticas,
para que Juan Carlos pudiera compararlos con la población de orcas de la
Península Valdez. Antes de entrar al Estrecho de Gerlache, cerca de la Isla
Lemaire, pusimos motor en neutro.
Aprovechamos ese momento para intentar
escuchar a las orcas, motivo principal de nuestro estudio. Tiramos los
hidrófonos al agua. Hasta ese momento solo los habíamos usado desde los Kayaks
para hacer esta tarea. Ahora, era el momento de usarlo desde el Zodiac, el
gomón que estábamos usando.
Sumidos
en la tarea, sentados, esperábamos expectantes, con paciencia y en silencio. De
pronto escuchamos unos sonidos. Vimos asomarse unos curiosos ojos de una gran
ballena, se notaba que estaba como absorta, fascinada con nosotros. Tal vez se
preguntaría quiénes son estos personajes
sentados en este gomón. Conteníamos la respiración a pesar del asombro. Ver a
este mamífero gigante en su hábitat
natural, con semejantes perfiles enormes y redondeados, era espectacular.
-Es una
ballena jorobada- dijo rápidamente Juan Carlos.
Su
grueso cuerpo era de color negro lustroso. Cuando esa criatura pasó justo
debajo de nuestra embarcación, fue tan
solo a unos escasos centímetros, y lo
hizo formando círculos cada vez más estrechos. Algo que me produjo una mezcla
de adrenalina y satisfacción. Sin duda estaba experimentando mi primer
encuentro tan cercano a ese enorme cetáceo. Si hubiera extendido mi mano
seguramente hubiera sentido su gruesa piel al tacto. Tuve que reprimir mi
entusiasmo de tocarla ya que, con semejante tamaño de cuerpo de alrededor de 15
metros de largo y su peso equivalente a
800 personas, con apenas un movimiento nos hubiera dado vuelta como una
cascarita de nuez.
Su
enorme ojo ovalado, de nueve centímetros de diámetro, nos miraba a media agua.
Esa conducta nos estaba diciendo algo al
permanecer quieta con su cabeza elevada
verticalmente fuera del agua,
mirándonos. Algo que no siempre se ve en esta especie de ballenas y se llama
“espionaje”. Seguramente tenía la intención de explorar lo que estábamos haciendo
en la superficie, por su habitual curiosidad.
Obviamente
no éramos krill, pequeño crustáceo semejante al camarón, el alimento favorito
de su dieta. Tal vez le causó gracia vernos ahí, sorprendidos con cara de
asustados. Era evidente que su estado de ánimo era pacífico. Nadó por debajo de nuestra embarcación otra
vez, con lentos y armónicos movimientos
haciendo un lento círculo se desplazó, alejándose muy tranquila. Este había
sido un momento que siempre recordaría.
Entonces
mi imaginación me permitió pensar con tristeza en las ballenas que eran cazadas
doscientos años atrás, cuando la caza estaba en auge. Puerto Neko había sido
una base ballenera en los comienzos de 1811.Había tomado el nombre por el barco
ballenero escoses Neko, que operaba en esa zona
por largas temporadas. Por fortuna para estos mamíferos los tiempos
habían ido cambiando a lo largo de los años.
Aun
sorprendidos levantamos el hidrófono del agua,
no habíamos podido grabar nada y estábamos listos para continuar rumbo a
la Base Científica Brown, que era la más cercana a través del agua y nuestro único posible contacto. Habían pasado
más de 4 semanas y no habíamos visto la menor señal de seres humanos en el
Archipiélago, en esa parte del mundo. Navegábamos a través de los hielos con el gomón Zodiac
que iba como adaptándose a las corrientes y a las aguas. Apreciábamos ese
espectacular paisaje blanco, cuando la imagen de un lobo marino también llamado
lobo de dos pelos y oso marino, con su enorme cuerpo desparramado sobre un
hielo, atrajo nuestras miradas.
Ese día sin duda sumábamos emociones. La frutilla del postre fue cuando nuestro Zodiac entró en Bahía Paraíso, fiel reflejo de su nombre. Íbamos acercándonos al promontorio rocoso de 70 metros y se podía divisar la base. Estábamos ansiosos de observar las reacciones de los nueve oceanógrafos al vernos llegar. La alegría y entusiasmo al desembarcar en el muelle de la base, se hizo notar, nos dieron una cálida bienvenida. Se podían ver los rostros sonrientes, los apretones de manos seguidos de fuertes abrazos. Mientras conversábamos pude observar que había varias edificaciones distribuidas a unos doscientos metros entre sí. La mayor densidad edilicia era la antigua Base Científica Brown a donde entramos para tomar unos sabrosos mates. El tiempo transcurría entre charlas y anécdotas en un ambiente de gran camaradería.
Luego de
eso, nos enseñaron amablemente cómo funcionaba la Base Científica Brown y en
qué consistían sus estudios científicos. Caminábamos con cuidado de no pisar la
escasa vegetación que se ubicaba principalmente en los afloramientos rocosos.
Una variedad de musgos y líquenes se destacaban de la misma manera que en las
laderas y paredes verticales y también había gramíneas, que eran las de mayor
presencia. Nos encontramos con los pingüinos Papúa, una especie cinco
centímetros más alta y con una mancha blanca en la cabeza, estos son mayoría en
el lugar. Les dimos prioridad de paso y tratamos de mantenernos a más de cinco
metros de distancia para no alterarlos.
Durante
el recorrido me llamó la atención un gran morro que estaba detrás de la base. Era notablemente, la parte más
alta de Bahía Paraíso. Sin dudarlo, la vista panorámica desde allí seria
espectacularmente bella, así es que comencé lentamente a subir caminando. Mientras, Juan Carlos y Ricardo decidieron
reunirse nuevamente con Martin Roese, el
Jefe de la Base. Seguramente tendrían temas para tratar. Yo continúe
subiendo un trecho más.
La
claridad del día con esos tenues rayos de sol me permitía ver la Bahía en toda
su dimensión. La magia de ese lugar me dejó sin aire. Una suave brisa golpeaba
sobre mi rostro. Encantada podía ver claramente una de las montañas más altas de la zona en la Isla
Amberes que estaba enfrente. La montaña de un imponente desnivel de hasta 2.800 msnm en su totalidad, había recibido
el nombre de Teniente Ibáñez. Sin duda para los escaladores es uno de los
mejores lugares para ascender en esta inmensidad glaciaria y blanca que es la
Antártida.
Miraba como queriendo retener esas imágenes en mi
mente para siempre, cuando sentí que me
estaban llamando. No podía oír bien lo
que decían. Entonces vi a Oscar
Gonzales, uno de los oceanógrafos, parado en el trayecto que yo había hecho.
Con su dedo señalaba hacia las instalaciones de la Base Brown. En ese momento
deduje que debía bajar y que seguramente nos reuniríamos nuevamente. Bajé
corriendo.
Una vez
en el salón, se podían ver todos sentados alrededor de una gran mesa. La rueda
de mate circulaba sin cesar al ritmo de las animadas conversaciones. Ahí
estaban Claudio Pascucci, Oscar, José Cordova, Jorge Speroni, Tony, Talner,
Daniel Molina, y Martín, el Jefe de Base Brown. Todos tenían una cosa en común
cuando hablaban de su investigaciones científicas que estaban llevando a
cabo, sabían cuál era su misión y cuales sus objetivos a desarrollar. Sin
saberlo fuimos forjando una linda camaradería, aun conservo una tarjeta
recuerdo de esa oportunidad, con la firma de cada uno de ellos.
Oscar,
que estaba sentado más cerca, comenzó a hablar sobre el skúa, ave marina emparentada con las gaviotas. De plumaje castaño con manchas blancas en las
alas, anidaba en los huecos del terreno muy cerca de la base. Comentaba que habían logrado establecer un
vínculo entre ave y humano, como esos
que ocurren solo en las películas. Seguramente no había sido en forma
espontanea, sino resultado de una
necesaria convivencia humana con la vida silvestre. Ese confinamiento que
permitía que la fauna se relajara permitiendo que se estableciera una relación.
Tratando de entender su comportamiento a
través de prueba y error. Sin duda, era una experiencia maravillosa poder
conectar así con una especie silvestre.
Mientras
él relataba, yo me podía imaginar el skua cuando aparecía cerca de ellos.
Fuerte y acrobática con las garras afiladas, con su pico negro de punta
curvada, regresando cada año en distintas campañas antárticas para
volverse a encontrar a sus viejos
amigos.
En la
sala se había creado un agradable clima de confianza y fraternidad entre los
científicos de la base y nosotros, el grupo Neko. Aunque la visita había sido
larga, no nos habíamos dado cuenta del
paso del tiempo. De pronto se oyó un golpecito en la puerta y apareció el
radioaficionado de la base Brown.
-El
hielo cerró la Bahía, no van a poder salir con el Zodiac – dijo consternado el
hombre- Los escombros flotantes por donde pasaron se han solidificado entre sí. Salir a navegar en esta situación
sería peligroso.
Una
curiosa sensación de silencio y rostros con aspecto preocupado invadió la
sala. Claro que era un serio riesgo. Por un instante nos quedamos
mirándonos, seguramente pensando en alguna solución. Rápidamente Martin Roese,
el jefe de la Base Brown, con tono hospitalario nos invitó a pasar la noche en
las instalaciones y quedar a la espera de que la Bahía se despejara de los hielos.
Lo que nos pareció una buena idea.
En ese
momento se nos planteó otro dilema, como comunicárselo a Omar que estaba solo
en el refugio esperando nuestra vuelta ese mismo día. Por un instante creí
encontrar las palabras para expresárselo, pero una mano se posó suavemente
sobre mi hombro.
-No se
preocupen, dijo Ricardo- yo le hablo por radio y además me comunico con Coco,
nuestro ya amigo radioaficionado para que este en contacto con el todo el tiempo que sea necesario.
Coco,
nuestro amigo radioaficionado de Buenos Aires, había pasado a ser una
tranquilidad para nosotros en este inhóspito lugar de los más australes del
mundo. Aunque su comunicación era desde Buenos Aires, su empatía y gran
habilidad en situaciones de riesgos o de
supervivencia como era ese momento fueron de gran ayuda. Omar no estaba
acostumbrado a quedarse totalmente solo y justamente la reacción ante esta situación crítica de quedar aislado
en un Refugio, prácticamente no lo dejó dormir esa noche. La imaginación y
pensamientos le hicieron pasar un mal momento que sería apaciguado a través de
esa única voz humana que lo acompañaría durante toda esa noche hasta que
regresaramos nosotros.
Finalmente
los hielos se abrieron permitiéndonos volver a navegar con nuestro Zodiac de
regreso desde Base Científica Brown hacia
nuestro entonces hábitat, el
Refugio Fliess. Esta aventura sí que se
había puesto interesante. Se sumó a todo esto, la inmensa sorpresa cuando mi
papá, se pudo comunicar a través de un radio aficionado de Neuquén conmigo. Un gesto
que me llenó el alma. Generalmente estaba acostumbrada a irme por un mes a la
montaña a escalar y desde esos lugares nunca teníamos señal para comunicarnos
como en esta oportunidad.
Otro día
tuvimos otra sorpresa agradable en
nuestra total soledad. Estábamos en el refugio y escuchamos el inconfundible
ruido de un helicóptero. De un salto dejamos lo que estábamos haciendo. Lo
usual para nosotros eran los sonidos de
la naturaleza. Para nuestro asombro bajaban del helicóptero tres personas, una
de ellas era el embajador alemán, que estaba visitando las bases antárticas,
principalmente la zona de Bahía Paraíso. Seguramente la mayor sorpresa la
habían tenido ellos al encontrarnos en semejante páramo, llevando a cabo la
expedición Proyecto Orca Antártida en
Puerto Neko. Estas fueron las única perlas
de vida social que tuvimos.
Además
de la misteriosa noche, cuando estábamos disfrutando del oscuro cielo con las
estrellas distribuidas como un manto,
centelleaban en la profundidad
del infinito. Cuando nos sorprendió un
resplandor, que cruzaba el
firmamento y después otro. Eran varias luces cruzando el cielo en zigzag, iban
ordenadas y lanzaban cada tanto un haz de luz. Entusiasmados pensábamos que podría
ser. Casi seguro que no eran satélites porque mantienen su rumbo fijo. No
podíamos identificar bien de que se trataba. Se nos planteo un signo de
pregunta, que no pudimos responder.
En los
días siguientes a nuestro regreso de la Base Brown, habíamos retomado nuestras
rutinas, como tomar temperatura del agua, viento, entre otras cosas. Teníamos
los horarios que estaban establecidos, prolijamente colgados en la pared del
refugio. Identificar y censar a las Focas Weddel que se llaman así por habitar
el mar con el mismo nombre. El nombre pertenece a Sir James Weddel, comandante de una
expedición británica. Estas focas se
acomodaban muy cómodamente en la playa de arena que compartían con nosotros.
Era la intención estudiar su comportamiento social: saber con qué frecuencia
ocupaban la playa, el número de individuos, si se agrupaban y su relación entre
machos, hembras y juveniles.
Cada día
cuatro veces en el día, nos encaminábamos a la playa con nuestra ficha de
relevamiento para encontrarnos con estos tiernos mamíferos de color plateado
oscuro con un moteado claro en su vientre. Nos solían sorprender con el dulce
canto entremezclado con el de los pingüinos “Barbijo”, como un coro de sonidos
de la naturaleza.
Fue emocionante para mí, ver por primera vez y desde tan cerca, cómo un ejemplar de estos se movía con su pesado cuerpo de alrededor de 500 kilos para tirarse al agua a alimentarse de peces, crustáceos, calamares, camarones. Debía ser una hembra, ya que suelen ser más grandes que los machos.
Minuciosamente
anotábamos minutos, hora, día en las que
las habíamos visto. También veíamos si al regresar del agua volvían a ubicarse
en el mismo lugar. Juan Carlos, como buen estudioso, las había dibujado
detallando su largo, ancho y cada una de
las mancha de las focas para poder
identificarlas y hacer el seguimiento durante esos sesenta días de estudio.
Seguramente que si hubiéramos tenido una máquina fotográfica polaroid
instantánea el relevamiento de investigación hubiera sido distinto.
Sin duda
Omar y yo brindamos el apoyo al proyecto científico Proyecto Orca Antártica con
dedicación y compromiso. Recordé en esos días mi época de estudiante y a mi
profesora Mónica Bendini de la cátedra de investigación, en mi facultad de
turismo de la Universidad Nacional del Comahue. Las metodologías y estadísticas
para llevar a cabo proyectos siempre la tenia presente, para aflorar cuando más
las necesitaba. Aprendizajes y conocimientos
que nos facilita la interpretación de pautas de investigación como las
que había establecido Juan Carlos como Director Científico.
Para
realizar avistamientos habíamos instalado un monocular con el
que mirábamos lo que sucedía en el agua y en el aire. Estaba ubicado en un
lugar estratégico por su alcance de visión. Era una herramienta importante que
nos iba a permitir identificar desde la tierra, las distintas especies que
ingresaran a la Bahía Andword, acercándose a Puerto Neko. Los mamíferos marinos, entre otras especies
son claves para los ecosistemas del mar. Esos días en la Antártida me había
comenzado a llamar la atención las aves y
solía pasar horas observándolas. Sin duda la Bahía ofrecía un ambiente
de condiciones amigables para toda la fauna y especialmente para los mamíferos
marinos, por ser poco profunda y
protegida de los vientos, lejos de la adversidad del mar y sobre todo la
tranquilidad del lugar por la inexistencia del ser humano.
Cada día
podíamos pasar horas observando para hacer los avistajes, el tiempo era
nuestro. Valoré, y lo haría en mis días posteriores en mi cotidianeidad, el minuto a minuto dedicado a
cosas que más placer me producían, como es la observación de la naturaleza, con
todos los sentidos alertas al más mínimo sonido, color y aroma. Después de esta
experiencia mi vínculo con la naturaleza sería distinto. Sentía que había
despertado al mundo, comprendí los dones que pueden tener mis sentidos – el mirar, el oler, el tocar-
que nos fueron entregados como seres
humanos. A través de ellos todo cobraba
sentido y tuve certeza de la inmensidad
que nos rodeaba en esos días.
Un día
recibimos la invitación a recorrer el estrecho de Gerlache, parte de la
Península Antártica y sus alrededores. Fue el capitán del Aviso Irigoyen, que
estaba recorriendo la zona, quien nos lo propuso. Nos vino como anillo al dedo,
pudiendo recorrer grandes distancias y alejarnos de las costas en los últimos
días de nuestra estadía.
Navegábamos
cerca de Neumayer cuando para nuestra grata sorpresa pudimos ver un grupo de
orcas, muy cerca con su peculiar y llamativo color blanco y negro. Como buenos delfines oceánicos se desplazaban con sus grandes y robustos cuerpos de hasta nueve
metros de largo. Estos delfines son los más grandes del mundo y buceaban cada
tanto frente a la proa. Emocionados producimos un gran revuelo con las máquinas
de fotos corriendo por la cubierta del barco poniéndonos en el mejor lugar para
verlas lo más cerca posible y registrarlas. Claramente se podía ver que era un
grupo de seis ejemplares. Escuchamos el entusiasmo en la voz de Juan Carlos,
nuestro especialista en orcas.
-¡Son
Orcas del tipo “B”! – decía.
Nadaban
tranquilas mostrando sus inconfundibles manchas identificadoras justo detrás de sus ojos, mientras se
sumergían en las aguas heladas, para sorprendernos con algún salto fuera de
ella. De pronto las habíamos perdido.
-Están
pasando por debajo del barco- se escuchó decir a uno de los marineros
Era tal
la algarabía, que atravesamos el barco
corriendo hacia el otro lado, para poder volver a verlas con sus aletas
dorsales de hasta un metro ochocientos, que las diferenciaba entre sí. Se
desplazaban con fuerza, pero una de ellas, la más curiosa, característica de
estos ejemplares, se acercó a la borda para observarnos. Intercambiar miradas
con esta orca, superó todas las expectativas, para Juan Carlos y para nosotros.
Aunque este no había sido un buen año para ver orcas, esta experiencia nos dio
grandes satisfacciones. El objetivo estaba cumplido. Sin saber cómo
desaparecieron, tal vez por ser grandes nadadoras y que podían alcanzar hasta
50 kilómetros por hora. Regresamos a nuestro Refugio Fliess, encantados.
Transcurrieron los últimos días de esta aventura que era
estar viviendo en la Antártida. Nunca me había imaginado esto y agradeceré
inmensamente a Ricardo por haberme invitado. Una experiencia emocionante con
anécdotas e historias.
Llegó el
último día y, como despedida, salimos a navegar. Íbamos a extrañar este alejado
de todo y solitario lugar, pero cálido a la vez. Nos llevábamos las vivencias,
no solo humanas de nuestro excelente grupo, sino también la ternura de esos
mamíferos marinos que nos acompañaron durante toda nuestra estadía en la
Antártida.
De
alguna manera, aunque era una incomodidad estar en El Refugio, estar allí nos
había permitido vivenciar la naturaleza y sus animales en total libertad en su
hábitat natural. Algo que tal vez en las instalaciones y la comodidad de una
base científica Antártica no hubiéramos podido experimentar.
Era el
ultimo día, mientras arrastraba mi kayak Neko al agua, sentí una presión en el pecho como de angustia,
como queriendo sacar un sollozo de mi interior. Navegaríamos en estas icónicas
aguas heladas desde la costa de arena de Puerto Neko, hacia la entrada de la
Bahía Andword, en señal de despedida. Las suaves colinas que nos rodeaban con
su lujurioso blanco. Blanco que parecía rodar sobre los acantilados hasta
sumergirse y perderse de vista al fondo de las frías aguas.
Empuñe
mi remo y de un empujón con la cadera me impulse hasta estar con todo el casco
de mi kayak en el agua. Cuando ya
estábamos dentro, la población de la fauna silvestre con quienes habíamos
compartido nuestras ocho semanas, parecía que nos estaban esperando. Agolpadas
en pequeños grupos fueron apareciendo como desfilando delante de nuestras
miradas sorprendidas. Encantados comenzamos a remar metiendo nuestras palas al
agua, se podía sentir el ruido de las gotas que caen al levantarlas al ritmo del armonioso movimiento de cada
remada. Entremezclados con el canto de
los mamíferos y aves que iban llegando a la cita, nuestra despedida.
Al
comenzar a navegar podíamos ver como se formaban los círculos cada vez que metíamos el remo en el agua El
sol brillaba con fuerza ese día, reflejándose en la blancura de la nieve que
nos rodeaba. Lentamente la magia nos fue envolviendo con ese obsequio que nos
estaba brindando la naturaleza. A la vez que las gaviotas, “skuas” y petreles
sobrevolaban en bandada atravesando el hermoso cielo antártico. De pronto se
nos adelantaron las focas Weddell nadando en grupo con serpenteantes movimientos de sus cuerpos. Cada
tanto en ese vaivén podíamos ver que se asomaban del agua sus tiernas caras con
grandes ojos. Muy cerca de ellas veíamos
deslizarse del sobre un gran tempano, un pequeño grupo de lobos de dos pelos,
que seguirían a las focas flotando con
el mismo rumbo.
Hacia la
costa caminaban con su gracioso movimiento los pingüinos barbijo, nuestros
vecinos, para zambullirse en el agua en grandes grupos, participando dando inicio a este show de despedida.
Extasiados,
nos mirábamos entre nosotros a través del ahumado de nuestros lentes,
cuando vimos aparecer las enormes aletas
dorsales de las ballenas en la
superficie flotando en nuestra dirección, haciendo su entrada en esta danza de
seducción. El telón se había abierto, el espectáculo había comenzado y nosotros
éramos los suertudos espectadores de este momento. Ballenas Minke y Jorobadas
estaban en escena. Una de ellas se podía ver a la distancia resoplando con toda
su fuerza un gran chorro como una nube.
Expulsaba dióxido de carbono y vapor, producto de su respiración, como si fuera
un pequeño geiser. Muy cerca vimos el
aleteo de su compañera comunicándose, con sus aletas pectorales. Que les
estaría diciendo? Era la naturaleza que hablaba. Interrumpió el acrobático
salto de un joven ballenato casi adulto, llamando nuestra atención con todo su
despliegue. Como una travesura de niño, salto y cayo haciendo de este un
espectáculo simplemente impresionante.
Nos
quedamos sin palabras, absorbiendo con todo los sentidos de nuestro ser ese
momento, con esas imágenes imborrables en mi
memoria, atesoradas en mi alma.
Cada uno de nosotros, Ricardo, Juan Carlos, Omar y yo regresamos con una apasionante historia de aventura en la parte más austral del mundo, con experiencias únicas y anécdotas que nos acompañarían para el resto de nuestros días. Antes de irnos había dado mi última mirada a este extraordinario lugar, sin saber si esta sería la última despedida. Si sabía que alentaría a otras mujeres a animarse a estas aventuras en el agua, en las montañas.
Extracto del Libro “Pasión y Aventura - memorias y presente de una aventurera" de
Carolina Diby - Edición 2021
Que buen relato Carolina ! Felicitaciones !
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ResponderBorrarQué hermosa y fascinante experiencia. Increíblemente bella. Cuando algo me gusta me quedo sin palabras y no me sale más que felicitarte,te admiraba pero después de este relato te admiro más. Gracias por pasear por estos lugares de ensueño. Donde no sabes si estás soñando o despierto. Esta nota me informó ya que pensaba que el Irigoyen había ido a desguace y cuando decís que es buque museo y está en San Pedro me reí . Lo voy a poder ver.
.Me sentí orgullosa de ser Argentina.
Conozco de mareos marinos y los describiste como lo que son,un espanto.
Navegué entre las ballenas ,qué hermosa sensación!. Y entre los hielos de este lugar llamado Antártida.
Gracias ,gracias,gracias por viajar con ustedes en esa aventura peligrosa e insólita como fue recorrer con los kayaks estas islas de ensueño..
Extraído del E.mail de Claudia Iturralde